Está la pobre viuda
entre el amor y la guerra
con sus dos hijas queridas,
Blancaflor y Filomena.
Pasa por allí Tranquilo,
se enamora de una de ellas.
— ¿Quiere usted que yo me case
con su hija Filomena?
— Cásate con Blancaflor
que es mayor y te respeta.
Se casó con Blancaflor
no olvidando a Filomena.
Pasó por allí Tranquilo.
— ¿Qué haces por estas tierras?
— ¿Cómo queda Blancaflor?
— Blancaflor ha «quedao» buena,
«embarazá» de seis meses,
que eso es lo que usted desea,
pero me ha encargado mucho
que me lleve a Filomena,
para a la hora de su parto
tenerla en su cabecera.
La visten de azul y blanco
que parecía una estrella.
El se sube en el caballo
y ella se subió en la yegua.
— Adiós, madre de mi alma,
tú, mi madre, me destierras.
— No te destierro, hija mía,
que tu cuñado te lleva.
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A la salida del pueblo
se puso a remenecerla.
— Estate quieto, Tranquilo,
que el demonio a ti te tienta.
— Que me tiente o no me tiente
quiero gozar tu belleza.
La ha bajado del caballo,
hizo lo que quiso de ella,
y para que no gritase
le ha despuntado la lengua.
A los gritos que ella daba
un pastorcillo se acerca.
— ¿Qué te pasó, niña hermosa,
qué te pasó Filomena?
A señas o como pudo
papel y pluma pidió,
y con sangre de su lengua
una carta allí escribió.
— Echa esta carta al correo
que la reciba mi madre,
que se entere de la afrenta
que ha cometido el infame.
— Toma criada este niño
y guísalo en la caldera,
«pa» cuando venga Tranquilo
que se lo pongan de cena.
Está cenando Tranquilo.
— ¡Ay, qué buena está esta cena!
— Más dulces son los abrazos
de mi hermana Filomena.
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