Informante: Manuela Morillas
Localización: Mancha Real

Aunque imposible de conocer con exactitud, se admite de manera general que el origen del romance se sitúa en la época medieval, cuando se desgajaron determinados fragmentos de los cantares de gesta; poco a poco, las piezas separadas (más cortas, noveladas) pervivieron en el recuerdo, arrumbando en el olvido a los extensos poemas épicos.

Desde su mismo origen se caracterizaron por ser poemas para ser cantados, otro de sus rasgos definitorios es el de ser poemas completamente abiertos, susceptibles de admitir cuantas variantes como cantores tuvieran a lo largo del tiempo, los que los convierte en un producto en constante formación.

Numerosos avatares los han condicionado a los romances a lo largo de los siglos: desde ser cantados originalmente por cultos y legos, pasando por su época de máximo esplendor, durante el S. XVI e inicios del XVII, cuando los romances viejos se confundían con los nuevos, y eran cantados por el pueblo, además de ser compuestos por los autores más prestigiosos de la época, quienes, además, los introducían en sus piezas dramáticas (o se inspiraban en ellos a la hora de confeccionarlas), hasta el hecho de que los estudiosos comienzan a publicar las primeras colecciones de romances.

Sin embargo, el panorama cambió completamente a partir de la segunda mitad del S. XVII, y sobre todo durante el XVIII. Quizá la gran popularidad hizo que fueran considerados tema vulgar –incluso ínfimo- y despreciado por la clase culta, quedando refugiados en la memoria y gusto populares, donde desde entonces anidan, quedando en la tradición oral moderna como patrimonio de la sociedad rural y de las clases populares.

Los viejos romances tradicionales siguieron cantándose, pero junto a ellos nacieron millares de nuevos poemas, llamados vulgares, de nuevos temas (burlescos, truculentos, de bandoleros, milagros y casos extraordinarios, etc.) que utilizaron fundamentalmente para su difusión la impresión en pliegos sueltos; se publicaron miles de ellos, junto a una menor cantidad de romances viejos (la mayor parte de las veces rehechos y/o adaptados a los gustos de la época) que eran vendidos en exclusiva por los ciegos, en tenderetes con cuerdas de los que colgaban los papeles, por lo que recibieron los nombres de “pliegos de cordel” o “romances de ciego”.

Joaquín Díaz y Luis Díaz Viana han escrito al respecto: “Los romances en la tradición actual son muchas veces a modo de cuentos que se cantan (…) al calor de la lumbre, mientras se descansa del trabajo diario. El contenido, a menudo, se ha visto influenciado por el intimismo, por el ámbito familiar y entrañable (…) Ya el romance no se canta ante el gentío de las plazas ni en las fiestas famosas. Pasó el tiempo de los juglares antiguos, poetas ambulantes que tanto contribuyeron a la creación del género, y terminó, así mismo, la época en que los ciegos y copleros, degenerados descendientes de aquello, difundían por los pueblos los romances vulgares y las reediciones de los cantos antiguos”.

En el caso de “En un convento de frailes” son bien evidentes los signos definitorios de los llamados romances vulgares o de cordel: tema burlesco, variedad métrica –octosílabo a hexasílabo- y frecuentes cambios de rima quizá debidos a la clara supeditación, en este caso, del texto a la música, que debió pertenecer en origen a otro ámbito diferente. Todo ello da como resultado final una pieza en la que escenas de acción trepidante, desarrolladas en metro hexasílabo y subrayadas por la melodía, son presentadas o situadas por fragmentos en octosílabo y frases musicales más pausadas.

En un convento de frailes / del glorioso san Francisco
ha sucedido un gran caso / que dará gusto de oirlo:
Cuando muere un fraile, / si acaso no han visto,
toca que lo velen / dos frailes novicios.
Pues ya ha muerto uno, / toca a dos muchachos
sin pelo de barba / el ir a velarlo.
Bajaron y se sentaron / en unos confesionarios
y aquél que miedo tenía/ al muerto estaba mirando.
Y aquél por no verlo / ha urdido una trama:
Dime comoañero / si quieres que vaya
que en mi celda tengo / buen tocino y pan,
y una sartencilla / bastante apañá,
haremos las migas, / nos las comeremos,
y el otro responde: / corre y date prisa,
atended señores, / qué rato de fiesta:
Y aquél que solo quedó / con mucho ánimo y valor
sacó al muerto de la caja / y lo sentó en un sillón,
muy bien sentadito / en el confesionario
él se paseaba / fumando un cigarro
mientras que venía, aquél de las migas
el miedo que tiene / se le quitaría.
Cuando sintió al de las migas / bajar la escalera abajo
se tendió sobre la caja / como el que está amortajado,
y el otro bajaba / con grande silencio
el rabillo el ojo / va mirando al muerto
y al confesionario / así le decía
vamos a comer / que están buenas las migas,
y el otro responde / diciéndole: hermano
guárdame unas pocas, / válgame San Paulo,
y por resolver / se llevó arrastrando
cuchara y sartén / saltando y brincando
por la iglesia abajo/ sartén y cucharas
se llevó arrastrando.
Ya se sube a la escalera, / ya sube al corredor,
ya se ha subido a los claustros / del padre comendador;
con ansias decía: / Padre San Gregorio
Qqno quede un alma / en el purgatorio,
válgame San Paulo / y San Nicolás
que todas las almas / se vienne detrás.
Y aquél que miedo tenía / ha vuelto el muerto a la caja,
se ha puesto a leer en un libro / como el que no ha visto nada;
con grande silencio / y gran brevedad
ha acudido toda / la comunidad
y le pregunaron / qué había sucedido
y él respondió: / Padre, yo nada he visto.
Y tú compañero / dime dónde está,
y para su celda / corriendo se vá,
fueron a buscarlo / y en la puerta el huerto
lo hallaron tumbado / con qué cara migas
fueron para él / qué poco le faltaba
para dar la piel.
Y ahora sus encargo / con mucho donaire
que el tenga miedo / no se meta a fraile.

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